6.2.11

El Parque.

Sin muchas veces saber uno el porqué le vienen a la mente recuerdos, imágenes, olores. Hay algo que un momento muy determinado te activa en algún lugar de la memoria un resorte que te hace desconectar del momento y sumergirte en un tiempo anterior que estaba guardado a la espera de volver a ser vivido.


La infancia es un paraíso y dentro de él se encuentra tu escuela como parte íntimamente enraizada en el mismo. Corrimos, jugamos, lloramos, aprendimos, vivimos en definitiva una parte importante de lo que hoy somos entre sus muros y ella, a cambio, nos dejó grabados esos momentos dentro de nosotros para poder disfrutarlos de nuevo.


No hace mucho pasé por mi escuela. Se llamaba Grupo Escolar Juan Armario, escrito en un magnífico frontal de azulejos en medio de su fachada, aunque todos lo conocíamos como "El Parque". Hoy día ya no es un colegio y el que lleva su mismo nombre está en la entrada opuesta del pueblo.


Me dolieron los adentros al verlo deteriorado, avejentado y un poco olvidado. Sólo y vacío. Y mientras pasaba con el coche a su lado, en unos instantes que no sabría cuantificar, me vinieron a la mente, como en una proyección acelerada, muchos recuerdos.


Me vi alineado en el patio cantando una canción patriótica mientras se izaba la bandera. Vi a D. Francisco García entrando por la puerta de la clase con sus gafas de pasta. Me encontré llorando de vuelta a casa porque Dª Eloísa, la directora, me había visto las manos sucias al entrar ya que mi maleta (entonces llamábamos así a las mochilas) tenía el asa de plomo y el sudor me había despintado.


Eché de menos aquellas maquetas de animales que mostraban sus interiores, llenos de color, y que se colgaban del pasillo del centro. Me pareció ver por la ventana de la primera planta a la Srta. Francis con la cartilla de Amiguitos en la mano. Por un momento sentí el tacto del baby, a cuadritos azules, que llevábamos los niños en el patio y la textura de los restos de tierra en los bolsillos.


Y me vi marchando hacia casa de mis abuelos, tras las "permanencias", subiendo la Calle de los Pozos y oliendo el recio sabor del picón recién prendido en las puertas, sobre los escalones de entrada, en pequeñas latas y cubiertas por papel de chocolate, en un adelanto del calor íntimo que con las primeras oscuridades del día trasladaría a las mesas camillas la vida de las casas de aquellos tiempos.


Luego, casi como vino, la realidad se hizo presente y mis días en El Parque quedaron atrás aunque sé que cuando quieran, cuando me hagan falta en algún momento, volverán.

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