Mostrando las entradas con la etiqueta Recuerdos Personales. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Recuerdos Personales. Mostrar todas las entradas

29.6.11

Adiós Rockberto



Tarde, el puñetero trabajo te impide acercarte a lo que te gusta, me entero de que Rockberto, el cantante de Tabletom ha muerto.

Cuántas buenas horas me ha deparado escuchar Tipos Duros, Reggae las macetas, Paco, o aquel primer Pescaito Frito por el que muchos de mi generación nos acercamos a ellos y hemos estado 35 años siguiéndolos. Sin ir más lejos ayer escuchaba el magnífico directo del disco Vivitos y Coleando. Mañana en el trabajo sonará todo el día.

Allí donde esté seguro que se encontrará a Silvio y seguirán dando guerra por los bares del lugar.

Me queda, nos queda, su música.

Os dejo esta semblanza sacada de Efe Eme, y que firma el periodista HÉCTOR MÁRQUEZ.




Era de la misma estirpe de los corsarios que vivieron sin poner fronteras a todo lo que podía entrar o salir de su cuerpo. Roberto González, Rockberto, fue el alma ácrata y dulcemente incómoda de una ciudad donde el anarquismo la chispa genialoide y la indolencia se encuentran en la base misma de su ADN. Murió a las 4 de la madrugada de hoy domingo, 12 de junio, tras cerca de tres semanas en la UVI del Hospital Clínico de Málaga. Murió de decir basta, por su mala salud de hierro, por su tendencia inquebrantable a seguir su camino de losetas amarillas de bajada, porque ya no había forma de que el coche arrancara una vez más.

Cantante de voz de graja y perfil de chamán de Tolkien, contrahecho y chulo como un ocho, Roberto fue cofundador junto con los hermanos Perico y Pepillo Ramírez –guitarra y vientos del grupo– de uno de los grupos más genuinos de rock que el Sur español haya creado nunca: Tabletom. Tabletom fue fundado a finales de los años 70 al socaire del espíritu libertario y underground que había surgido en otras plazas andaluzas, Sevilla sobre todo –con sus Smash, Silvio y, posteriormente, Veneno–, y en Cataluña. El grupo se sustentaba en el carisma poco justificable de Roberto, cuyo innegable espíritu rockero contrastaba con la fragilidad de su voz de lija. Una voz que fue destrozando paulatinamente en potencia como fue cultivando en matices de agonía. Tabletom siempre tuvo una existencia tan errática como inquebrantable: “inoxidable” era el adjetivo favorito del grupo y de Roberto.

La anarquía de su gestión musical y comercial hizo que no se conociera y se apreciara su obra fuera de su ciudad natal como hubieran merecido. Realmente no fue sino hasta que Extremoduro hizo en “Agila” una versión del clásico del grupo, escrito por Roberto, ‘Me estoy quitando’ (en referencia a unas declaraciones de Camarón, buen amigo de la trinidad fundacional de Tabletom, con respecto a su adicción a la heroína: “me estoy quitando, me estoy quitando, sólo me meto de vez en cuando”), que el público del rock fuera de Málaga y Andalucía comenzó a tener noticias de aquel grupo liderado por un cantante tan caótico como genial. Así descubrió a un grupo compuesto por músicos excelentes pero incapaz para crear una carrera medianamente sometida a las exigencias comerciales de la industria discográfica.



Aunque algunos medios lo asociaban al Nuevo Flamenco, quizás por su amistad y cogeneración con los Veneno, Raimundo, Camarón o Silvio, su estilo musical estuvo más cercano al rock progresivo de tintes jazzísticos propios de Soft Machine o Van der Graaf Generator. Eso sí, el espíritu de sus aires sureños no había quien se lo quitara. Rockberto era un rockero flamenco al que le costaba un mundo entonar tanto una bulería como un cumpleaños feliz. Su producción fue, como su vida, dispar, plagada de silencios temporales y llena de grandes iluminaciones, fogonazos de genialidad en canciones a veces escritas por él, a veces adaptadas de las letras del poeta malagueño Juan Miguel González, un escritor fabuloso, tímido y tardomodernista, dotado de tal precisión métrica, acracia espiritual y melancolía por el paso del tiempo, que casi se convirtió en la voz literaria de Roberto. Discos como “Mezclalina”, “Recuerdos del futuro”, “Inoxidable”, “Tabletom”, “La parte chunga”, “Rayya”, “Vivitos y coleando”, “7000 kilos”, “Lo más peor de Tabletom” o el último editado, en 2008, “Sigamos en las nubes”, varios de ellos publicados por Nuevos Medios, han contribuido a dejar constancia de su obra. Desde los primeros años noventa, Tabletom fue logrando un estatus de respetables y veteranos rockeros que no fue a más por la perenne dificultad de trabajar con Roberto con algo más que dos horas por delante.

Pero, aunque tienen trabajos grabados muy buenos, ningún disco fue capaz de recoger del todo la magia de Tabletom, que no era sino la magia de Roberto rodeado de unos músicos excepcionales, varios profesores de conservatorio, y del espíritu constante de su amigo Perico Ramírez, guitarra, compositor principal y cofundador del grupo, con quien siempre estaba discutiendo, como un hermano mayor cuando intenta que su díscolo hermanito no se acabe antes de tiempo. Como Curro Romero, Roberto fue tan capaz de grandes espantás que duraban semanas trufadas de actuaciones penosas, como de momentos sublimes y llenos de inspiración. Pero todo, su tormento y su éxtasis, se lo hizo siempre encima, sin ocultar nada. Roberto se convirtió en un icono de su ciudad, en un personaje entrañable que lo mismo te pedía diez euros que te regalaba alguna de sus certeras reflexiones sobre la existencia llenas de humor y sabiduría. Era una gloria sin pedestal ni corona, porque si los tuviera, los habría empeñado. Un personaje al que muchos confundían con un cartonero o un “homeless”, pero que era más digno que todos los reyes juntos, el escudo y el símbolo de la resistencia a una vida que pretende que vayas renunciando poco a poco a tu espíritu libre.

Nadie le hizo nunca un homenaje oficial a Roberto, posiblemente porque no había político que se atreviera a que Roberto le recordara su desnudez de rey vanidoso en cualquier momento. Pero sus fans y seguidores, que crecían y crecían entre generaciones que compartían su espíritu libertario, su ingenio socarrón y su militancia cannábica, le han homenajeado siempre con conciertos, páginas web, artículos, camisetas, caricaturas, y le han seguido allá donde fuese.

Fue genio y figura hasta el final. Ingresado alrededor del día 25 de mayo pasado en el Hospital Civil de Málaga, porque ya no le quedaban pulmones, la circulación le corría como un desastre y su cuerpecillo de Diógenes estaba tan achicharrado que no sabía cómo pedirle una tregua a su inquilino, González vio cómo su espíritu y sus canciones servían de inspiración a los recientes movimientos ciudadanos que reclamaban una democracia real. Durante su estancia en la UVI del hospital llegó a mejorar levemente. En una de ésas, declaró con su enorme socarronería a un amigo que fue a visitarlo y le contaba sobre los movimientos ciudadanos contra los privilegios de una clase política a la que ya ni siquiera se tomaba de la molestia de despreciar: “cuando sarga de aquí”, dijo mirando los tubos que le mantenían con vida, “voy a escribir una canción sobre mí: el hombre enchufado”.

No. No la llegó a escribir. Esta tarde varias generaciones de abuelos, padres e hijos semejantes en su peculiar manera de entender la libertad, la transgeneración malaguita tabletonera, le tributaron un adiós en el cementerio de Parcemasa. Allí los miembros de Danza Invisible, de Los Perrillos, el amigo y maestro Kiko Veneno, el poeta Juan Miguel González, todos los componentes que son o han sido de Tabletom y más de 200 personas ocuparon una capilla, pusieron una foto de un Roberto juvenil y aún sin cicatrices en el altar y cantaron Málaga como otros hubieran cantado el Cordero de Dios. Un documental de próximo estreno sobre el grupo, realizado por el músico y amigo Salvador Marina, será el último testimonio filmado de este titán del vive y deja y vivir, que gastó su salud sin miramientos porque para eso era suya.

Es el momento de que suenen canciones como ‘Somos tipos duros’, ‘El vampiro’, ‘Guadalmedina’, ‘Algo así como un tango’, ‘Reggae del amor’, ‘La parte chunga’, ‘Málaga’ o ‘Pescaíto Frito’. Roberto González, antiguo contable de un banco, lector inteligente cuando no estaba en el más acá, filósofo de barra y calle, cantante con una cuerda vocal más ronca que Tom Waits en subida de bourbon, humorista espontáneo, más rockero que Van Morrison y más flamenco que La Paquera, libertario, drogota, confundador de Tabletom, mito y símbolo a su pesar, ha muerto en Málaga a los sesenta años porque ya no le quedaba más vida que gastar en los bolsillos. Dicen hoy muchos que ahora empieza su leyenda. No es exacto: Roberto ya nació legendario. Y se bebió de un trago todo el título.

[Héctor Márquez es periodista, escritor y gestor cultural. Creador y director del ciclo La Música Contada.

6.2.11

El Parque.

Sin muchas veces saber uno el porqué le vienen a la mente recuerdos, imágenes, olores. Hay algo que un momento muy determinado te activa en algún lugar de la memoria un resorte que te hace desconectar del momento y sumergirte en un tiempo anterior que estaba guardado a la espera de volver a ser vivido.


La infancia es un paraíso y dentro de él se encuentra tu escuela como parte íntimamente enraizada en el mismo. Corrimos, jugamos, lloramos, aprendimos, vivimos en definitiva una parte importante de lo que hoy somos entre sus muros y ella, a cambio, nos dejó grabados esos momentos dentro de nosotros para poder disfrutarlos de nuevo.


No hace mucho pasé por mi escuela. Se llamaba Grupo Escolar Juan Armario, escrito en un magnífico frontal de azulejos en medio de su fachada, aunque todos lo conocíamos como "El Parque". Hoy día ya no es un colegio y el que lleva su mismo nombre está en la entrada opuesta del pueblo.


Me dolieron los adentros al verlo deteriorado, avejentado y un poco olvidado. Sólo y vacío. Y mientras pasaba con el coche a su lado, en unos instantes que no sabría cuantificar, me vinieron a la mente, como en una proyección acelerada, muchos recuerdos.


Me vi alineado en el patio cantando una canción patriótica mientras se izaba la bandera. Vi a D. Francisco García entrando por la puerta de la clase con sus gafas de pasta. Me encontré llorando de vuelta a casa porque Dª Eloísa, la directora, me había visto las manos sucias al entrar ya que mi maleta (entonces llamábamos así a las mochilas) tenía el asa de plomo y el sudor me había despintado.


Eché de menos aquellas maquetas de animales que mostraban sus interiores, llenos de color, y que se colgaban del pasillo del centro. Me pareció ver por la ventana de la primera planta a la Srta. Francis con la cartilla de Amiguitos en la mano. Por un momento sentí el tacto del baby, a cuadritos azules, que llevábamos los niños en el patio y la textura de los restos de tierra en los bolsillos.


Y me vi marchando hacia casa de mis abuelos, tras las "permanencias", subiendo la Calle de los Pozos y oliendo el recio sabor del picón recién prendido en las puertas, sobre los escalones de entrada, en pequeñas latas y cubiertas por papel de chocolate, en un adelanto del calor íntimo que con las primeras oscuridades del día trasladaría a las mesas camillas la vida de las casas de aquellos tiempos.


Luego, casi como vino, la realidad se hizo presente y mis días en El Parque quedaron atrás aunque sé que cuando quieran, cuando me hagan falta en algún momento, volverán.

8.2.09

Calidad y práctica educativa.


Dándole vueltas a la presentación de la entrada anterior de El Pizarrín, no dejo de pensar en que usando las competencias, o cualquier otro aspecto del curriculum, podemos reflexionar sobre nuestra práctica docente, es más, no podríamos llamarla práctica si no hubiese una reflexión sobre qué y cómo, sobre cuándo y por qué, hacemos lo que hacemos en nuestro día a día.

Sin embargo creo que lo principal, lo que de verdad diferencia la "calidad" de nuestras clases, de nuestra práctica, no es el volumen de términos, de recursos, de medios,... que empleemos en ella, sino el acto de comunicación que supone en sí misma, que alcanza su máximo cuando aparece, cuando el alumno así lo capta, como una creación espontánea que se produce en ese instante mágico en que el saber que se transmite penetra en algún lugar de nuestro interior, busca acomodo y ahí espera pacientemente, años incluso, a que lo necesitemos.

Al menos a mí me lo parecía cuando D. Francisco García, mi maestro, explicaba una lectura (aquel maestro Garreta de S. Feliú de Guixols) un eclipse, aquella forma de restar con llevadas,...

Mi problema de ahora es saber si mis alumnos perciben eso o no.

12.11.08

Encantos Especiales.


Nunca se sorprende uno de lo que la capacidad de los docentes de a pie, esos que estamos en las aulas cada día, es capaz de crear. Durante años me he encontrado con verdaderos artesanos y artesanas de la docencia capaces de crear pequeños milagros pedagógicos que en la mayoría de los casos no salían del microcosmos de su aula, excepto en las mentes de sus alumnos. Un pequeño montaje para explicar un eclipse, una particular forma de explicar la resta con llevadas, ... Aún recuerdo aquella maestra,¡tan mayor la veía!, en cuya clase, al entrar lo primero que se hacía ver, que te atraía la mirada como con una especie de imán, era un cesto con grandes cañas, en cada una de las cuales podía distinguirse un rectángulo de papel con un nombre caligrafiado en una preciosísima letra más propia de una caligrafía del siglo XIX. Al principio me dio vergüenza preguntar qué era aquello. ¿Cómo un recién egresado con ínfulas de estar al día en la más moderna didáctica y lector de autores actuales, defensores de una renovación escolar, iba a entrar a preguntar qué papel tenían aquellas cañas?

Pero sin embargo no pude ceder a mis impulsos y lo pregunté. Su respuesta y explicación tumbaron desde ese día, hasta hoy, mis prejuicios hacia los docentes "antiguos". Aquellas cañas eran el vehículo en el que cada alumno llevaba a casa, cuidadosamente enrollado para que ocupase el vacío hecho en el hueco interior de cada caña, la tarea personalizada que debía hacer en función de sus errores: cálculo, problemas, caligrafía, ortografía, conocimiento del medio, etc... y a la vez servía para que cada uno lo dejara, dentro de su caña, en el cesto donde Dª María los recogía y te dejaba el anterior corregido y el nuevo con la tarea del día.

He conocido a muchos docentes constructivistas, conductistas, de corte rígido y de corte pasivo, innovadores o tradicionales, en definitiva casi de todo, pero nunca he conocido a nadie que llevara la personalización de la enseñanza hasta ese nivel. Recuerdo que ante mi sorpresa, los compañeros de muchos años, que ya conocían este método, sonreían y alegaban su soltería, y el consiguiente tiempo para dedicarlo a esa tarea, para restarle importancia. A mi sin embargo me produjo tal efecto que desde entonces, sin poder llegar nunca a su nivel ni usar cañas, he procurado personalizar la enseñanza de alguna manera en cada alumno.

Pero sin embargo hoy os invito a visitar un blog muy especial, uno de esos blogs que te hacen renovar tu fe en la escuela, en sus posibilidades de motor de inserción, de transformación, en definitiva de cambio de los roles que muchas veces a priori, nuestra sociedad nos adjudica.

Se llama Encantos Especiales y se dedica a difundir las canciones que hacen los chicos y chicas de escuelas "especiales". Os invito a entrar en su página y escuchar sus canciones. ¡Qué bonito trabajo! En momentos así me gustaría saber de música o al menos tener un cesto de cañas.

17.3.08

Semana Santa

Ya sabemos que la memoria es frágil y selectiva, que sólo recuerda aquello que en cada momento sirve a nuestro subconsciente, y otras muchas cosas más que cuando las conoces haces que se te vaya la romántica idea que tantas y tantas canciones nos vendían de cómo recordar es volver a vivir.

Cada año veo en los noticiarios las imágenes de niños de preescolar (perdón, Educación Infantil) que disfrazados como penitentes, costaleros, hermano varilla o de rigurosa mantilla, acompañan a pasos de cartón e imágenes de plástico, mientras una maraña de familiares, imbuidos de una virulenta fiebre del paparazzi , inmortalizan los momentos.

No recuerdo, de ahí la entradilla de estas líneas, que en mis colegios de la infancia se celebrase este, o cualquier otro, tipo de fiesta. Todo lo que recuerdo eran lecturas sobre la Pasión, alguna asistencia a algún acto litúrgico, y sobre todo el silencio del Viernes Santo, sin radio, bares, etc... Hasta en casa se hablaba en voz baja. Un silencio casi más propio de esas películas norteamericanas de terror adolescente que de una celebración; un silencio paralelo al que se guardaban sobre otras muchas cosas de las que también se hablaba en voz baja, sin que por ello uno u otro nos haya hecho más o menos daño, era la educación que recibimos y ante la que reaccionamos cada cual a su manera, porque a lo mejor ese y no otro es el propósito de la educación, hacernos reaccionar ante lo que nos propone o nos propuso en su día. Recuerdos al fin y al cabo.

Bueno, también recuerdo las tortillitas de bacalao, que aún hoy mi santa madre sigue haciendo en esta fechas.

Así que me pregunto qué les va a quedar a estos niños de hoy de la Semana Santa de su infancia si lo que hacen no es diferente de lo que hacen en Navidad, Carnaval o Fin de curso; no es que yo me haya propuesto que se guarde un recuerdo especial de estas fechas; lo que sí me gustaría es que pudiéramos transmitir que no todo es lo mismo.

**************************************************************+

Esta foto sin comentarios...

Bueno, perdón, si se me permite una palabra...GRACIAS!!!!

11.11.07

Ponme un 7/ 7

Una de las cosas que recordamos siempre son esos momentos en que algo o alguien nos dejó un huella en lo profundo, en esa parte de nosotros que rige, gobierna y almacena los sentimientos. No necesariamente debe haber un cataclismo sentimental, visual o sonoro para que ese recuerdo aflore.

Este fin de semana he visto, acompañado por la familia, Fiebre del Sábado Noche. Hacía tiempo que no la veía y la memoria había hecho algunos cambios, adaptando la película a mis personales gustos;por ejemplo en la magnífica secuencia inicial, esa que llevó a algunos a andar como Travolta, éste no llevaba dos latas de pintura, sino una.

Fue un recordar nostálgico de una época en la que todos, a lo mejor algunos no, quisimos entrar en una discoteca como Tony Manero en el Odisea, andar por la calle como él, vestirnos con aquellas camisas imposibles y andares amanerados (de Manero tal vez) sintiéndonos reyes del mundo bailando en discotecas que desconocíamos por estos lares.

El caso es que nunca he averiguado qué es un 7/7, ni tan siquiera ahora con Google; nunca me ha importado conocer su composición, la alquimia exacta de su mezcla, porque esa combinación, que sonaba a seguridad mágica, a complicidad con la camarera, forma parte de ese mundo irreal y modelado a nuestro gusto que son los recuerdos. Por eso creo que hay que volver a dar en la escuela un toque de misterio, retomar un ritmo que permita crear e imaginar atmósferas no cuadriculadas ni explicadas, permitir que muchas cosas queden en el aire sin una explicación científica y metódica, para que todo ello en un día, lejano o no, despierte en quien lo viva un instante mágico, una remembranza nostálgica, como imaginarnos pidiendo un 7/7 en la barra de nuestra Odisea particular.

16.9.07

Autovía 381.

Los viajes tienen un encanto especial; da igual que vayamos a un lugar exótico o al otro lado del pueblo en que vivimos; todos, siempre, tienen un algo distinto, una mujer que pasa, un cartel nuevo, el mismo color cambiante de la calle…

Este fin de semana fui a Algeciras. Lógicamente fui por la flamante A-381, esa magnífica autovía Jerez-Los Barrios. El viaje es rápido, seguro, con un paisaje cambiante desde las llanuras de Medina, con su ganado bravo pastando indiferente a nuestra presencia, a los grandes alcornocales del Jautor, para dejar paso tras el alto de Valdespera a una visión cinéfila de las últimas montañas que anuncian, abiertas entre la sempiterna bruma, pegadas y cayendo como unos naipes repartidos en nuestras manos, la presentida presencia del campo de Gibraltar.



He recorrido esa carretera infinidad de veces; desde Alcalá de los Gazules, en aquellas desvencijadas “Valencianas” en las que había que bajarse para cruzar a pie algún puente maltrecho; desde Jerez en los “Comes”; en mis diversos coches desde muchos orígenes. Mucho ha cambiado esa carretera. Ya no vemos la escuelita del Torero, la venta de la Polvorilla, el Castaño, las dos casitas enfrentadas entre sí, una a cada lado de la carretera y que todos conocíamos como las Caras del Sol. Tampoco hay curvas ni camiones que nos hacían ir detrás de ellos, con paciencia, mirando ese paisaje distinto cada vez.

Y mientras Manolo García canturreaba en el coche “Nunca el Tiempo es perdido”, se me vino a la cabeza que esos recuerdos bien pudieran ser un símil de a donde estamos llevando la educación, una educación que va como un coche por la autovía, rápido, seguro, pero sin tener que adaptarse a obstáculos, sin poder parar en un recodo cualquiera a admirar el paisaje o simplemente, sólo mirar. Recuerdo muchos viajes, muchas paradas en esa carretera, la de antes; la de ahora sólo es un atajo en el tiempo y un pañuelo cegador en la memoria. Casi como la educación…

2.8.07

De libros y Memoria.


Después de unos días de inactividad vuelvo a usar el Pizarrín.

En otra entrada del blog ya dije que el verano es tiempo de lectura; hay lugar para lecturas reposadas, lineales, complejas e incluso como en este caso sorprendentes. Vayamos por partes y en cierto orden.

Siempre he pensado que los libros, tal vez no todos pero sí muchos, nos dejan un poso en algún lugar del cerebro, la mayoría de las veces permanecen en recónditos recodos siendo unos desconocidos para nosotros y a lo mejor para siempre. Otras, nos surge de vez en cuando; es el hecho de frases, o fragmentos que usamos en conversaciones o situaciones propicias para ello. Pero sí que en ambos casos ese recuerdo, que andaba perdido en nuestra memoria, surge de pronto, incontrolado, llevándonos a ese espacio de la memoria capaz de transportarnos a otro tiempo.

Durante este periodo alejado del Pizarrín, he estado, en compañía de unos amigos, en el Santuario de la Virgen de la Cabeza, en pleno corazón de Sierra Morena, cerca de Andújar. El lugar, escarpado y majestuoso, es impresionante, por la dificultad de la subida y por la belleza del paisaje serrano. Y todo esto no tendría más importancia que la de una breve y pobre, si se quiere, descripción de un viaje. Pero si la enlazamos con lo anterior podríamos darle otro sentido.

Cuando era niño, calculo que unos 11 o 12 años, un maestro mío me regaló (creo que como premio a mi trabajo de todo el curso) un libro de Julio Urrutia, editado por el MEC, que se llamaba El Cerro de los Héroes, que trataba del asedio, durante los comienzos de la Guerra Civil, del Santuario de la Cabeza donde un grupo de Guardias Civiles y sus familias se habían encerrado y proclamado su apoyo a la sublevación franquista en medio de una provincia plenamente republicana.

Hacía años, creo que desde que lo leí allá por el año 1972, que no había vuelto a abrir el libro que guardo más como recuerdo de aquel maestro, que como libro que me hubiese dejado huella. Pero nada más lejos de la realidad. Una vez que llegamos al Santuario, una especie de detallado informe previo, oculto en los entresijos de la memoria, me llevó casi de inmediato a reconocer el Cerro de la 4ª, el cementerio, la casilla de peones camineros, los aljibes,... sin que antes hubiese estado allí. Como por arte de magia, surgieron nombres que desconocía, el del teniente Porto, Liébana, Pedro Gallego,... Las sensaciones fueron muy agradables; dejarse llevar por los recuerdos encontrados casi como por azar, mirar como sabiendo dónde mirar sin haber estado nunca en ese sitio, recuperar en la imaginación los hechos cruentos de aquellos días.

Evidentemente la perspectiva histórica, el análisis de esos hechos, nada tiene que ver con lo que el libro mencionado describe; sin embargo, en esencia, los posos dejados en mi memoria por el libro han superado, como un tsunami mental retroactivo, todos los análisis que sobre los hecho uno hubiera podido hacerse con el paso de los años. Esa es la grandeza de la lectura, su capacidad de devolverte al niño que leyó un libro regalado hace 30 años, y puede, por unos momentos volver a aquellos momentos.

4.6.07

TBO


Desde que puse la entrada homenaje a D. Marcial Lafuente me ronda en la cabeza hacer otro pequeño homenaje a un tipo de literatura, igual que la de D. Marcial, minusvalorada por todos. Me refiero a los tebeos. Reconozco que nunca fui un “buen” lector de tebeos porque, lejos de mantener una cierta “disciplina de lectura semanal” con ellos, siempre los usaba como sustituto de otras lecturas que, por razones de espacio tiempo y dinero, no poseía. Mis primeros tebeos llegaron a mis manos cuando la crisis que acabó con ellos empezaba a dejarlos tocados, y por tanto mis tebeos ya tenían portada en color y buen papel, lo cual no deja de ser contradictorio, pero como en tantas otras cosas las renovaciones poco pensadas, sobre todo en contenidos, no siempre resultan beneficiosas. Al igual que las novelas del oeste, o de Corín Tellado, podíamos cambiarlos en el quiosco por muy poco dinero aunque, en honor a la verdad, había pocos tebeos y los que había estaban bastante deteriorados.

Recuerdo que una de las cosas que más me gustaba leer era la sección “De todo un poco”, en la que se mezclaban proezas de atletas, escritores, exploradores, o gentes de cualquier condición, con datos de altura de montañas o longitud de ríos, o descripción de hechos fantásticos, cosas irrelevantes pero que nos hacían ver una realidad muy diferente a la nuestra. Por supuesto me encantaba Carpanta y ZIPI y Zape, o aquel Agamenón que cerraba siempre con aquello de “igualico igualico quel defunto su agüelico”, y cómo no Rue 13 del Percebe. En el fondo los tebeos de entonces tenían una variedad tal de personajes en cada número que podíamos perfectamente buscar un parecido con alguno de ellos entre nuestros convecinos. Yo disfrutaba enormemente con ello, y muchos parecidos encontré, aunque siempre fueron un lujo interior.

No obstante lo más sorprendente de este asunto es que ojeando, ojeando, resulta que la revista TBO vendía allá por el año 1952 la friolera de 370000 ejemplares semanales, lo cual viendo los índices de analfabetismo y de acceso a los medios culturales hacen de esta cantidad una cifra a tener en cuenta. Porque claro si a ello le añadimos los que los leíamos de segunda mano, la cifra puede llegar al medio millón de lectores ¡¡¡semanales!!!. Ni Harry Potter hoy día.

Piensan muchos padres que los niños nacen lectores, o no, y que por tanto este misterioso gen que les predispone, o no, hacia la lectura se desarrollará por sí mismo de acuerdo con unas ignotas leyes de la genética. Sin embargo esto no es así, evidentemente. Y digo esto porque, como he repetido en El Pizarrín varias veces, las campañas de animación a la lectura son ahora, más que una moda, una especie de tren de progreso al que todos debemos subirnos. Y todas ellas dejan de lado la perspectiva que una campaña no deja de ser un cúmulo de actividades, más o menos brillantes, que cumplen un cometido momentáneo y que luego, como los anuncios, desaparecen. Sin embargo la existencia de un material de lectura atractivo y apropiado para los que se inician en ella es mucho más efectivo, y económico, que tantas y tantas campañas. Si en 1952 una publicación como TBO era capaz de vender (la piratería entonces era cosa de Salgari y Errol Flinn) 370000 ejemplares a la semana, era porque ofrecía un producto atractivo. No me vale la excusa de la TV, los ordenadores y videojuegos. Entonces la calle lo era todo y aún más. Ni siquiera la lectura o la formación eran un valor en el descampado de juego, como hoy tampoco parece que lo sea. Simplemente el TBO era un modo de acercarnos a otros mundos, de reconocernos en una realidad inventada pero cercana. Hoy día, con editoriales vendiendo libros hechos como productos que trabajan tal o cual eje transversal del currículo acaban con esa frescura que el TBO tenía y en la muchos, a veces, bebíamos, sin necesidad de campañas.


P.D.:
Los datos del número de lectores están extraídos del siguiente libro: RAMIREZ DOMINGUEZ, J. ANTONIO: La historieta cómica de postguerra. Madrid, 1975. Cuadernos para el Diálogo.

20.5.07

D. Marcial Lafuente Estefanía.


Se habla mucho de autores clásicos, modernos, best sellers, innovadores, y cuantos términos queramos proponer, sobre las diferentes gentes que se dedican a la literatura.
Es más, es uno de los temas recurrentes en las escuelas cuando se discute, pocas veces la verdad, sobre qué le propondremos a los niños para leer. Por eso quiero hoy recordar a alguien con el que pasé muy buenas tardes y con el que muchos de los hombres mayores que conocí en mi infancia disfrutaron también, aunque como tantos otros nunca me recomendaron en mi colegio.

Todos sabíamos que no era un escritor-escritor, de aquellos que ganaban premios y cuyas obras se vendían puerta a puerta en magníficas ediciones, con cubiertas de piel y letras doradas. Nada de eso. Antes bien, sus novelitas se encontraban, manoseadas, llenas de grasa o marcas sospechosas, en los quioscos; se podían cambiar por otras por una pequeña cantidad e incluso la quiosquera, que era como nuestra consejera literaria, te recomendaba tal o cual título, sabiendo siempre que el forastero llegaría al pueblo, sería alto, delgado, su primera escaramuza tendría lugar en el saloon, los malos siempre eran ricos o gente de mal pelaje, y la enamorada siempre era o una chica del saloon o una pobre acosada por el malo de turno. Tal vez esa seguridad en los argumentos, la solidez pétrea de los personajes y su inmovilidad en el tiempo y en las obras, amén de la facilidad de los textos, hicieron de las novelas de D. Marcial un elemento indispensable de nuestra niñez.

Guardo en mi casa algunos de aquellos ejemplares y de vez en cuando me gusta ojearlos. Supongo que no se me ocurriría recomendarlos, no por pudor estético o ético; no, simplemente creo que el Far West, que tanto nos levantaba de nuestros asientos haciéndonos aplaudir en la persecución final de las películas, ya no es un decorado apropiado, y puestos a elegir recomendaría a Zane Grey o Fenimoore Cooper, igualmente alejados pero al menos con mucha más calidad literaria.

Hoy sólo quiero rendir un modesto y pequeño homenaje a esas horas mágicas que D. Marcial Lafuente Estefanía, regaló a mi abuelo cuando, tras todo un día de trabajo, se sentaba junto al hogarín a leer aquellas mágicas novelitas que le hacían sentir un vaquero en un mundo tan distante del suyo, en el espacio y en el tiempo, como una Narnia tan de moda hoy. Rendir homenaje a aquella quiosquera que además de cambiarte el TBO, el DDT, te aconsejaba sobre tal o cual título y te decía que fulanito se lo acababa de llevar pero que lo traería este o aquel día y te lo guardaría. Homenajear a aquellas tardes de verano en que cuando ya me había leído los pocos libros que tenía, me podía tumbar en la siesta a leer a D. Marcial.

Luego llegaron los estudios sesudos sobre el significado del alto vaquero, del malo, de su relación con el entrono opresivo en que se crearon, y mucho más. Los leí y durante un tiempo, en el que uno creía que todo lo vivido era mejorable y había que hacer un acto de contrición y propósito de enmienda, me alejé de su recuerdo. Ahora, que ya el gallo cantó más de tres veces, y que tanto se habla de animación a la lectura, debiera rendirse un homenaje a este autor que en tiempos difíciles tanto hizo porque leyeran aquellos para los que hoy día, tampoco se escribe.

7.3.07

Grillos y Grillas.

Tenía que ir a la escuela, que aún era Jueves. Unas clases me gustaban y otras no. Las de Don Paco, sí, ésas sí. Don Paco sabía mucho, sabía números, palabras, palabras en latín, distinguir los grillos de las grillas y encender fuego con dos piedras. Aquella mañana, le pregunté:

- Don Paco, ¿qué hay que hacer para aburrirse?.
- No lo sé – dijo Don Paco -, a mí también se me hace difícil.
Y como era mañana de sol, nos bajó a la playa de Barlovento, y allí, escribiendo con un palo en la arena, explicó otra vez eso de la “h”, que se escribe pero no se pronuncia.

A media clase empezó a subir la marea
.”

Juan Farias, Los caminos de la Luna, Colección Sopa de libros, Edit. Anaya, 1997, Página 18.

A veces se encuentra uno, sin sospecharlo, con una grata sorpresa. Andaba entre bolas azules, verdes, marrones y amarillas de plastilina, aplanando por aquí y extendiendo por allá la rugosa, y siempre olorosa, superficie de los mapas que los niños y niñas de una de mis clases estaban haciendo para celebrar el día de Andalucía. Casi por error me fijé en un montón de libros uniformes, que se hacinaban sobre un desvencijado armario, resto anterior al Plan de 1971.

Casi nunca me dirijo a este tipo de material que las múltiples editoriales fabrican, recalco fabrican, porque la experiencia me dice que cuando te traen a clase 25 libros iguales, de colecciones con nombres altisonantes, supuestamente didácticos, la calidad suele ser un elemento accesorio. Nunca he creído que 20 o 25 personas deban hacer lo mismo, en el mismo tiempo y en el mismo lugar, mucho menos si ese algo es leer. Pero, queramos o no, así funcionan muchas clase de lengua y literatura hoy día.

No obstante la estabilidad de los libros peligraba, así que decidí ejercer de peón albañil y volverlos a su equilibrio abandonado sobre el prediluviano armario. Y ya puestos quise averiguar qué era aquello. Miré la portada. Un tópico abuelo y una infantil figura asexuada junto a él, con un mar de carboncillo de fondo. En fin, lo de siempre, pensé.

Casi por arte de birlibirloque las bolas de plastilina, el Guadalquivir y la Sierra de Aracena, parecían haberse enganchado al ritmo evolutivo de su propio devenir en plastilina y la presencia del maestro se había hecho prescindible por unos momentos. Abrí el libro. Una cita de Guillermo, sí, Brown, el que muchos leímos tarde cuando los proscritos ya no podíamos ser nosotros. Bueno, seguiré. Siguiente página. Poco texto y dibujos muy bonitos a carboncillo (olvidé citar a la autora de los mismos Alicia Cañas Cortázar). Leí algo y me enganchó. Ahí arriba os dejé un ejemplo. Y cuando terminé de leer, una sorpresa más. El autor deja reseñado, aquellos libros y personajes, que como Guillermo, influyeron en él.¡Tantas coincidencias!

Hacía mucho tiempo que ningún libro para la literatura infantil y juvenil “oficial”, me llenaba tanto. Fue capaz de llevarme a otros tiempos pasados, a hacerme recordar olores, ruidos, dolores de rodillas desolladas y de ruido de niños, contigo dentro, recorriendo calles empedradas a eso de la media tarde.

Hoy llega uno a las clases y las preguntas no son cómo aburrirse, sino qué hacer fuera del uso de artilugios electrónicos. Léase TV y video consolas. Probablemente tengamos los propios docentes gran parte de culpa. ¿Sabemos distinguir un grillo de una grilla? ¿Sabemos palabras? Ah, ¡el poder mágico de las palabras! ¿Quién alguna vez no ha dicho en voz alta un hechizo y esperado, aún a sabiendas que hacíamos una farsa con nosotros mismos, que empezáramos a volar? Y digo esto porque Don Paco sí sabía hacer estas cosas. A lo mejor nosotros también sabemos hacerlas, pero ¿sabemos transmitir la importancia de distinguir un grillo de una grilla, o usar el latín?

Yo tuve un maestro Don Paco. Se llamaba Don Francisco García, y vivía junto a mi casa. Todos los días antes de ir al colegio, se acercaba en su 600 al huerto que tenía en las afueras del pueblo. Luego venía y daba sus clases. Recuerdo su estilo campechano pero distinguido, el aire del maestro de otros tiempos. Y cuántas cosas sabía de injertos, de lejanos países y de cuentos y poesías. Un día de lluvia mientras hacíamos cuentas de sumar, con los cuadernillos Rubio, nos leyó ese poema de Antonio Machado, sí el de la lluvia tras los cristales. Años más tarde cuando lo leí en la antología del Circulo de Lectores, me acordé de aquel momento y se hizo mágico.

Nunca supe si sabía distinguir los grillos de las grillas. Ahora sé que sí.