Nuestros siglos, el pasado y éste, han dejado de lado lo lúdico, en su sentido más estricto, y lo han sustituido por una construcción (reconstrucción quizá) más coherente de la experiencia. Influidos, tal vez, por el imparable auge de las nuevas tecnologías y de la economía globalizada de mercado, han procurado apartar de los colegios el azar, lo inesperado, la improvisación, en un intento de borrar aquello que aterra a los que configuran los planes educativos, impregnados de un positivismo que elimina de un plumazo aquello que dificulta su visión “plana” de la realidad.
El juego siempre ha sido una necesidad en nuestras escuelas, una entrada de los niños y niñas en un mundo, real y paralelo al suyo propio, que dinamizaba las relaciones humanas y las llevaba a convertirse en una fiesta de lo “inútil”, de lo “sin sentido”, pero que inevitablemente contribuía a erradicar la soledad y la agresividad de los patios de nuestros centros y, como he dicho en otras entradas del blog, a crear un modelo de sociedad a escala que preparaba a los “ciudadanos” de la misma para el futuro.

Viene esto al hecho de que hoy, durante el recreo, me he dedicado a contar a los niños y niñas que jugaban (exceptúo el fútbol). Conté unos 50. En el patio había como el doble sentados al sol con 7 o 10 años, machacando pequeñas videoconsolas o charlando en pequeños corros de preadolescentes.
¿Sabremos enseñar a jugar? ¿No nos estaremos conformando con compartir/impartir esa visión positivista de la que antes hablábamos?