5.2.14

¿Quién seré?

A veces, cuando uno se para a pensar en los años que lleva en este oficio de la tiza y la pizarra y recuerda a alguno de esos alumnos que han pasado por sus aulas, no puede dejar de plantearse cómo será el recuerdo que ha quedado (a lo mejor pretender haber dejado un recuerdo es una presunción) sobre mi en la mente, en el recuerdo, de esos adultos de hoy.

Recuerdo con nitidez a muchos de mis profesores: D Antonio García, D Luis, D. José, Alfonso, ...Y los recuerdo en momentos concretos, en charlas, ejemplos, regañinas,... y su imagen es tan real  como la de mis actuales compañeros.

Bien es verdad que debo hacer esfuerzos, muchas veces sin recompensa, para tratar de traer al frente de mis recuerdos a otros muchos docentes. Es natural. Todos guardamos más fresco aquello que nos es más significativo.

Por eso hoy he traído dos recuerdos de maestros. No míos. Recurro a la literatura y traigo a R Alberti y a L Cernuda. Y me digo si mi recuerdo se parecerá a alguno de estos.



¿Quiénes fueron mis profesores, mis iniciadores en las matemáticas, el latín, la historia, etc.? Quiero dejar un índice, no sólo de aquéllos padres y hermanos que intervinieron en mi enseñanza, sino también de aquellos que ocupando otros puestos en el colegio entreví por los corredores o entre los árboles de la huerta, no tratándolos casi.

El padre Márquez, profesor de Religión, al que llamábamos, seguramente por su sabiduría, “la burra de Balaán”.

El padre Salaverri, profesor de latín, un peruano con cara de idolillo quien por sus
arrebatados colores había recibido de uno de sus alumnos, el sevillano Jorge Parladé, un
sobrenombre algo denigrante: el de “Enriqueta la Colorada”, popular prostituta trianera.

El padre Madrid, profesor de Nociones de Aritmética y Geometría, pálido y muy perdido en el amor de sus discípulos.

El padre Risco, profesor de Geografía de España, también amoroso de sus alumnos. (Tal bofetada me pegó una vez este padre, que aún hoy, si lo encontrara, se la devolvería gustoso.)

El padre Aguilar, hermano de yo no sé qué conde de Aguilar, andaluz, jesuita simpático y comprensivo, hombre de mundo, suave en sus castigos y reprimendas.

El padre La Torre, profesor de Álgebra y Trigonometría, agraciado con el mote de padre
“Buchitos”, a causa de sus inflados carrillos desagradables.

El padre Hurtado, profesor de Química, cenicientos de caspa los picudos hombros de vieja escoba revestida.

El padre Ropero, profesor de Historia Natural, semiloco, saltándole de pronto, del pañuelo, al sonarse, mínimas y electrizadas lagartijas, cogidas en el sol de la huerta.

El padre Zamarrita, rector del colegio, máxima autoridad, vasco rojizo, larguirucho y helado, cortante y temible como una espada negra, aparecida siempre en los momentos menos deseables.

El padre Lirola, padre espiritual, sentimentalón e inocente, estrujando más de lo necesario contra su corazón dolorido, y en la soledad de su cuarto cerrado, a las alumnas almas descarriadas.

El padre Ayala, prefecto, sucio, casposos también los hombros recargados, surgida sombra vigiladora en sordos pasos de franela.

El padre Fernández, presumido, elegante, lustroso, quizá el único jesuita que recuerde peinado a raya. Se distinguió, durante los dos años que tuvo bajo su tutela la división de los externos, por su bondad hacia mí e inesperada delicadeza ante nuestra situación de alumnos gratuitos.

El padre Andrés, desgraciado mártir de nuestras atrocidades y cafrerías. Segundo tutelar del externado.

El hermano “Legumbres”, llamado así por enviarnos continuamente y sin motivos justificados a comernos su mote. (Los alumnos de tercer año sabíamos, y lo comentábamos secretamente, que este hermano se masturbaba al sol contra un apartado eucalipto de la huerta).

(Rafael Alberti.- La arboleda perdida: libro primero Barcelona: Seix Barral, 1942



Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y campanuda, las más veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en la primavera cubrirse de hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego adonde abría su ventana.

Un día intentó en clase leernos unos versos trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los alumnos –porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es natural-. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.

Me puso a la cabeza de la clase, distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza en mí mismo, me dijo: “Ve a la capilla y reza. Esto te dará valor”.

Ya en la universidad, egoístamente, dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.


Luis Cernuda.- Ocnos. Madrid: Taurus, 1942

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