Recuerdo con nitidez a muchos de mis profesores: D Antonio García, D Luis, D. José, Alfonso, ...Y los recuerdo en momentos concretos, en charlas, ejemplos, regañinas,... y su imagen es tan real como la de mis actuales compañeros.
Bien es verdad que debo hacer esfuerzos, muchas veces sin recompensa, para tratar de traer al frente de mis recuerdos a otros muchos docentes. Es natural. Todos guardamos más fresco aquello que nos es más significativo.
Por eso hoy he traído dos recuerdos de maestros. No míos. Recurro a la literatura y traigo a R Alberti y a L Cernuda. Y me digo si mi recuerdo se parecerá a alguno de estos.
¿Quiénes fueron mis profesores,
mis iniciadores en las matemáticas, el latín, la historia, etc.? Quiero dejar
un índice, no sólo de aquéllos padres y hermanos que intervinieron en mi
enseñanza, sino también de aquellos que ocupando otros puestos en el colegio
entreví por los corredores o entre los árboles de la huerta, no tratándolos
casi.
El padre Márquez, profesor de
Religión, al que llamábamos, seguramente por su sabiduría, “la burra de Balaán”.
El padre Salaverri, profesor de
latín, un peruano con cara de idolillo quien por sus
arrebatados colores había
recibido de uno de sus alumnos, el sevillano Jorge Parladé, un
sobrenombre algo denigrante: el
de “Enriqueta la Colorada ”,
popular prostituta trianera.
El padre Madrid, profesor de
Nociones de Aritmética y Geometría, pálido y muy perdido en el amor de sus
discípulos.
El padre Risco, profesor de
Geografía de España, también amoroso de sus alumnos. (Tal bofetada me pegó una
vez este padre, que aún hoy, si lo encontrara, se la devolvería gustoso.)
El padre Aguilar, hermano de yo
no sé qué conde de Aguilar, andaluz, jesuita simpático y comprensivo, hombre de
mundo, suave en sus castigos y reprimendas.
El padre La Torre , profesor de Álgebra y
Trigonometría, agraciado con el mote de padre
“Buchitos”, a causa de sus
inflados carrillos desagradables.
El padre Hurtado, profesor de
Química, cenicientos de caspa los picudos hombros de vieja escoba revestida.
El padre Ropero, profesor de
Historia Natural, semiloco, saltándole de pronto, del pañuelo, al sonarse,
mínimas y electrizadas lagartijas, cogidas en el sol de la huerta.
El padre Zamarrita, rector del
colegio, máxima autoridad, vasco rojizo, larguirucho y helado, cortante y
temible como una espada negra, aparecida siempre en los momentos menos
deseables.
El padre Lirola, padre
espiritual, sentimentalón e inocente, estrujando más de lo necesario contra su
corazón dolorido, y en la soledad de su cuarto cerrado, a las alumnas almas descarriadas.
El padre Ayala, prefecto, sucio,
casposos también los hombros recargados, surgida sombra vigiladora en sordos
pasos de franela.
El padre Fernández, presumido,
elegante, lustroso, quizá el único jesuita que recuerde peinado a raya. Se
distinguió, durante los dos años que tuvo bajo su tutela la división de los
externos, por su bondad hacia mí e inesperada delicadeza ante nuestra situación
de alumnos gratuitos.
El padre Andrés, desgraciado
mártir de nuestras atrocidades y cafrerías. Segundo tutelar del externado.
El hermano “Legumbres”, llamado
así por enviarnos continuamente y sin motivos justificados a comernos su mote.
(Los alumnos de tercer año sabíamos, y lo comentábamos secretamente, que este
hermano se masturbaba al sol contra un apartado eucalipto de la huerta).
(Rafael
Alberti.- La arboleda perdida: libro primero Barcelona: Seix
Barral, 1942
Lo fue mío en clase de retórica,
y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus
retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano
o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás
sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si
emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y
campanuda, las más veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos
mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en la primavera cubrirse de
hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego
adonde abría su ventana.
Un día intentó en clase leernos
unos versos trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro
comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los
alumnos –porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es
natural-. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más
fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis
primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que
en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.
Me puso a la cabeza de la clase,
distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre
mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza
en mí mismo, me dijo: “Ve a la capilla y reza. Esto te dará valor”.
Ya en la universidad,
egoístamente, dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi
camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar
la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el
suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir
solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.
Luis Cernuda.- Ocnos.
Madrid: Taurus, 1942
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