6.11.07

Charlar.

Uno de los placeres que nos depara la vida es el de la charla, ese placer de sentarse con tranquilidad y tiempo, olvidándose por un rato de lo que te rodea, o te preocupa, y entregarse, dejándose llevar por un ritmo pausado de conversación y por uno, o varios temas, por delante. Si a esto le añadimos un buen contertulio la tarde se presenta idónea al disfrute.

Tuve oportunidad de celebrar este rito con un familiar este fin de semana. Es maestro, como yo, aunque ya se jubiló, gracias a la LOGSE como a él le gusta recordar. Las personas mayores son capaces de crear un tempo distinto en las conversaciones. Con ellos las palabras fluyen más despacio, pero más profundas; los temas son más cerrados pero con más amplitud de miras;el tiempo parece discurrir con otra medida mientras las ideas se abren paso entre el olor a café y los restos de migas de los primeros mantecados de la próxima Navidad.

Hablamos, cómo no, de escuela y de niños; que si antes, que si ahora, que aquel Pérez, que si este Martínez; lo habitual entre gente que se dedica a la misma profesión. Sin embargo surgió, como de improviso, las perspectivas que ambos teníamos cuando empezamos, cuando por primera vez subimos a una fila de niños/as desde el patio a aquella aula primera, a aquel primer territorio bajo nuestra soberanía. Y es curioso cómo, tras un largo párrafo individual, que escuché con verdadera atención y sorpresa, descubrí que a pesar de la distancia, de los años, de la formación y las experiencias, tan distintas en los dos, había un nexo común, un enlace secreto y misterioso, que nos era común.

Decía mi contertulio que cuando él empezó, cuando tomó contacto real con su colegio, estaba plenamente convencido que todo lo que allí se cocía estaba mal; mal distribuido, mal organizado, mal evaluado,... Mal en el sentido amplio de la palabra y, por tanto, su aspiración durante muchos años fue el intentar cambiar aquella institución, aquel primer colegio y aquellos otros que le siguieron. Luego vino una amplia fase de desengaño, una fase en la que controlaba los tiempos, los espacios, las reglas no explícitas del juego, ese curriculum oculto que gobierna la escuela real, y que le llevó a aposentarse en los cursos "fáciles", a elegir las tareas menos comprometedoras, y a participar sólo con el asentimiento, nunca con los hechos. Hablaba después de una tercera fase, la última, en la que aspiraba a compartir sus experiencias, esas que ahora veía como útiles, pero que los que llegaban veían como las que él mismo vio en aquel su primer colegio.

Esto es lo asombroso, porque comentando el asunto con otros compañeros/as, nos sorprendíamos en coincidir que todos/as nos hallábamos en alguna de esas fases. Lo que de alguna manera me lleva a pensar que aunque ahora se celebran los 150 años de la creación de las primeras Escuelas Normales del Magisterio, poco se ha adelantado en recibir y compartir las experiencias del día a día, esas que nos llevan a fases comunes a diferentes personas, una educación que, como la pescadilla, se muerde la cola.

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