25.6.08

Niños que ya no están.


Releyendo el título de la entrada me da la impresión de ser un poco tétrico, si bien nada tiene que ver con esa palabra. La semana pasada tuvimos, como tantos y tantos otros centros de España, la tradicional fiesta de final de curso en la que los chavales/as hacen los bailes de moda, algún despistado/a recita una poesía, los padres/madres ejercitan su labor pasajera de paparazzi del corazón casero, y se despide a los alumnos/as del último nivel.

Hasta ese momento los alumnos/as han estado en la fiesta pretendiendo conseguir un momento más de efímera seguridad de que lo que se aproxima, en realidad, no les afectará; que ese final de todo lo que les unía a este cordón umbilical de sus vidas que ha sido el colegio no acaba y pueden agarrarse a él aunque sea por unas pocas horas más. Pero cuando se les llama y suben al escenario, se les entrega un diploma, una orla, un pin del centro, o cualquier otra fruslería, entonces, en ese preciso instante, una especie de cuchilla invisible cercena ese telón, imaginario y a la vez tan real, que tapaba el comienzo de esa otra obra de teatro, qué es la vida sino un gran teatro, que ahora ellos van a protagonizar.

Y surge el llanto por lo que se pierde, y por la inseguridad en lo que se aproxima, en lo que se gana en cada cambio, que es una conquista de su edad, de su esfuerzo, de la sociedad que les arropa, pero que como todo cambio, cuesta.

Por eso hoy me acordé de este poema de J.R Jiménez y lo dejo aquí, en sencillo recuerdo a esos alumnos/as que el año que viene estarán en otros sitios, pero espero recuerden "su" colegio, siempre, como ese espacio seguro y afable en el que aprendieron los primeros rudimentos para la vida.

Cuando yo era el niñodios, era Moguer, este pueblo,
una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro.
Cada casa era palacio y catedral cada templo;
estaba todo en su sitio, lo de la tierra y el cielo;
y por esas viñas verdes saltaba yo con mi perro,
alegres como las nubes, como los vientos, ligeros,
creyendo que el horizonte era la raya del término.

Recuerdo luego que un día en que volví yo a mi pueblo
después del primer faltar, me pareció un cementerio.
Las casas no eran palacios ni catedrales los templos,
y en todas partes reinaban la soledad y el silencio.
Yo me sentía muy chico, hormiguito de desierto,
con Concha la Mandadera, toda de negro con negro,
que, bajo el tórrido sol y por la calle de Enmedio,
iba tirando doblada del niñodios y su perro:
el niño todo metido en hondo ensimismamiento,
el perro considerándolo con aprobación y esmero.

¡Qué tiempo el tiempo! ¿Se fue con el niñodios huyendo?
¡Y quién pudiera ser siempre lo que fue con lo primero!
¡Quién pudiera no caer, no, no, no caer de viejo;
ser de nuevo el alba pura, vivir con el tiempo entero,
morir siendo el niñodios en mi Moguer, este pueblo!


Juan Ramón Jiménez

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